domingo, 26 de febrero de 2017

Colosenses 2.13, 14

Colosenses 2.13, 14

La humanidad tiene una gran deuda. En el mundo físico, nuestro deseo de tener un nivel más alto de vida y más “cosas” ha llevado a saldos excesivos en las tarjetas de crédito y a hipotecas difíciles de manejar. El peso de lo que debemos puede producirnos noches agitadas y la sensación de que estamos atrapados. Anhelamos que alguien nos rescate del lío en que estamos.

Sin embargo, el endeudamiento material no es nuestro mayor problema. Es nuestra deuda de pecado. Todos nacimos con una naturaleza carnal que nos lleva a rebelarnos contra el Señor. Nuestra rebeldía es una afrenta a su naturaleza santa, por lo cual hemos contraído una deuda con Él. Hasta que se pague esta deuda, estamos bajo el justo juicio de Dios, y separados de Él espiritualmente (Ef 2.1, 2). El problema es que no podemos pagar lo que debemos. Ninguna cantidad de buenas obras, de sacrificios o de devoción religiosa disminuirá lo que debemos.

Por tanto, Dios, por su gran misericordia, envió a su Hijo para salvarnos. Jesucristo dejó el cielo y toda su gloria para poder venir al mundo a vivir y morir por nosotros (Fil 2.6, 7). Aunque el costo para nuestro Salvador fue enorme, Él voluntariamente pagó el castigo que merecíamos. Tomó sobre sí mismo nuestros pecados, los llevó a la cruz, y canceló nuestra deuda en su totalidad. ¡Aleluya!


Cuando recibimos a Jesús como nuestro Salvador, su obra expiatoria es acreditada a nuestra cuenta. Nos convertimos en hijos de Dios y coherederos con Cristo —pasamos de ser deudores a herederos (1 P 1.3, 4). Permita que el sacrificio que Él hizo en la cruz, impregne su mente, actitudes y decisiones.