domingo, 10 de mayo de 2009

Llevame al lugar Santísimo

Llevame al lugar Santísimo

INMUTABILIDAD DE DIOS

INMUTABILIDAD DE DIOS2.Malaquías, el profeta está advirtiendo a la nación de Israel de la venida de la ira de Dios. Habla tanto de Juan el Bautista y de Jesús, el Mesías (3:1). El día de Su venida será un día de ira y también será un día de liberación y de salvación. Nadie podrá soportar el día de Su venida, apartados de la gracia divina (versículo 2) y aún así, de alguna manera Israel será purificada y sus sacrificios y adoración serán gratos a Dios (versículos 3-4). Dios acercará a Su pueblo para juzgarlo (versículo 6). En medio de estas palabras de advertencia y consuelo, Jehová habla de Su inmutabilidad, siendo ésta la razón por la cual el pueblo no fue consumido en el juicio divino (versículo 6).
Qué ironía cuando comparamos este texto con 1 Samuel 15:29. La „esperanza‟ de Samuel estaba en la posibilidad que Dios pudiera cambiar y no llevar a cabo las consecuencias del pecado de Saúl. La profecía de Malaquías, nos dice todo lo contrario. Al igual que Saúl, Israel ha pecado y el juicio divino es una realidad. La inmutabilidad de Dios significa que Dios seguirá con el juicio. También significa que Dios seguirá adelante con Su promesa de salvación. ¿Cómo se puede encontrar consuelo y estar seguros de la salvación si también se nos asegura que seremos juzgados? La respuesta es simple cuando se observa desde la perspectiva de la cruz de Cristo. El juicio cierto de Dios, cayó sobre Su Hijo Jesucristo y así, por tener fe en Él, los hombres son salvos de sus pecados y de la ira de Dios. Nuestra esperanza no está en desear que Dios no siga adelante castigando el pecado; nuestra esperanza está en la certeza que en Cristo, Él ha juzgado el pecado de la carne, una vez y para siempre, de manera que seamos salvos. La inmutabilidad de Dios es una parte importante de nuestra esperanza, pues Él que prometió juzgar el pecado, es
el mismo Dios que prometió salvarnos de nuestros pecados, juzgando el pecado en la persona y en la obra de Jesucristo, Su Hijo. “Acordaos de vuestros pastores, que os hablaron la palabra de Dios; considerad cuál haya sido el resultado de su conducta, e imitad su fe. Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos. No os dejéis llevar de doctrinas diversas y extrañas; porque buena cosa es afirmar el corazón con la gracia, no con viandas, que nunca aprovecharon a los que se han ocupado de ellas” (Hebreos 13:7-9). El libro de Hebreos fue escrito para los santos judíos que estaban comenzando a sufrir persecuciones, probablemente de sus hermanos judíos no creyentes. Estaban siendo tentados a renunciar a su fe en Cristo y abrazar nuevamente el judaísmo. El autor de esta epístola, ha demostrado reiteradamente que el antiguo pacto mosaico nunca intentó salvarles, sino prepararles para el nuevo pacto que se había cumplido en Cristo. Este nuevo pacto es “mejor”, palabra clave en Hebreos y no debe olvidarse para regresar al antiguo. Estos santos son exhortados a persistir en su fe, incluso en medio de la persecución. La exhortación a seguir los pasos de los hombres de fe a través de quienes llegaron a la salvación, es seguida inmediatamente por este que recuerda la inmutabilidad de Jesucristo: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (Hebreos 13:8) Esta declaración es muy importante, pues es una demanda de deidad. Sólo Dios es inmutable; sólo Él puede no cambiar y no cambia. Sólo Dios es inmutable; sólo Él no puede cambiar y no cambia. La razón del autor al decirnos que Jesucristo es el mismo ayer, hoy y para siempre, es para recordarnos que Él es Dios. ¡No debe maravillarnos que Su sacrificio es superior a cualquiera de los sacrificios que vemos en el Antiguo Testamente! También es un incentivo para la fe. En quién mejor para depositar nuestra salvación y nuestro bienestar eterno que en Aquel que no sólo es Dios, sino que tampoco puede cambiar y no cambia. Nuestro destino eterno no podría estar en mejores manos. “Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces, en el cual no hay mudanza, ni sombra de variación” (Santiago 1:17)