sábado, 14 de julio de 2012

SI NO HAY CAMBIO, NO HAY CONVERSIÓN


LA DOCTRINA DE LA CONVERSIÓN

Nosotros “éramos por naturaleza hijos de ira” (Efesios 2.3). Desde la antigüedad se nos casó con nuestros ídolos como el caso de Efraín. Para volver a Dios es necesario que haya una transformación; un cambio en nuestra mentalidad, en los deseos de nuestro corazón y en nuestra actitud hacia Dios y hacia el pecado. A nosotros nos es necesario experimentar un cambio completo en nuestras vidas de manera que agrademos a Dios al estar en armonía con su palabra. Cuando un pecador se arrepiente, Dios hace la obra de convertirlo en un cristiano. Los pecados que el pecador una vez amó ahora aborrece y las cosas buenas de Dios que antes aborreció ahora las ama. La conversión es una transformación completa: un amor nuevo en el corazón y una vida nueva en el alma.

SI NO HAY CAMBIO, NO HAY CONVERSIÓN

Ésta es la conclusión inevitable a la que arriba el que con diligencia estudia este tema en la Biblia. Para ilustrar esto de una manera diferente lo haremos de la siguiente forma: Un bosque pantanoso puede ser convertido en un terreno fértil para el cultivo; la arena silícica se convierte en un vidrio claro con el cual se fabrican los parabrisas; el agua se convierte en vapor. En cada caso hay un cambio esencial que produce entonces la conversión.
También ocurre un cambio esencial que convierte al pecador en un hijo de Dios. Hay un cambio de mentalidad, de los deseos del corazón y de vida en esa persona. Sin tal cambio, aunque el incrédulo se afile a una congregación de creyentes, no será un hijo de Dios. Para estar en Cristo Jesús nada sirve a menos que la persona llegue a ser “una nueva creación” (Gálatas 6.15). Y cuando esa “nueva creación” existe por dentro, la persona manifestará por fuera una “vida nueva” en Cristo Jesús (Romanos 6.4). “Porque de la abundancia del corazón habla la boca” (Mateo 12.34). “La fe sin obras está muerta” (Santiago 2.26). “Porque los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?” (Romanos 6.2). Cuando uno se convierte al Señor cambia sus caminos, desecha todos los hábitos pecaminosos y manifiesta los frutos de una vida justa en su andar diario.
Hay personas que dicen que se han convertido al Señor, pero con sus hechos lo niegan. Su lengua no ha sido limpiada de inmundicia y blasfemia, su orgullo sigue siendo parte de su vida diaria, su conducta es la misma de todos los días, sus negocios son tan fraudulentos como antes, su forma de vestir es tan mundana como las modas del mundo y siguen viviendo en los placeres pecaminosos que antes vivían. Concluimos, pues, que como no hay un cambio por fuera, tampoco ha habido un cambio por dentro. Tal persona no se ha convertido al Señor. Donde hay vida adentro hay luz afuera (Mateo 5.14–16).