lunes, 19 de noviembre de 2012

El Remedio


El Remedio

Nuestro viaje da ahora un salto en el tiempo. Encontramos el relato en el Nuevo Testamento.

Nació un profeta incomparable llamado Juan. Éste, Juan el Bautista, llamó al pueblo a arrepentirse, o a cambiar su forma de vivir, y a recibir el perdón de sus pecados. Miles de personas respondieron y fueron bautizadas como evidencia de que se habían apartado de su manera profana de vivir.

Juan vino para prepararle el camino a Aquél que traería consigo la restauración plena. Él llevó al pueblo tan lejos como pudo. Pero afirmó con toda claridad que, por iniciativa divina, lo seguiría otro que iría a la raíz del problema: la misma naturaleza pecaminosa.

Cuando las personas se arrepentían de sus pecados como respuesta a la predicación de Juan el Bautista, su corazón quedaba preparado para tratar con el pecado, que era el verdadero problema. La verdadera importancia de Jesús —el representante perfecto de Dios en forma humana— es que Él, y solo Él, tenía las credenciales necesarias para lidiar con la raíz.

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En cierto sentido, Jesús era como Adán y Eva. Ambos hombres habían nacido libres del defecto del pecado. Ambos fueron tentados, y eran capaces de pecar. Pero aquí es donde ambos tomaron direcciones radicalmente distintas. Mientras que Adán sucumbió ante la tentación, Jesús no lo hizo. Llevó una vida perfecta, y sirvió como ejemplo impecable de la forma en que debe vivir el ser humano.

Ahora bien, más que su vida, son su muerte y su resurrección las que forman la base de nuestra transformación personal. Puesto que es tan vital que entendamos la exclusividad y el alcance de lo que Jesús logró, ahora veremos este momento tan decisivo en la historia. Como un autor lo describió, es “la mayor historia que se haya contado jamás”.