Para los contritos y humillados
“Uno de los fariseos rogó a Jesús que comiese con él. Y
habiendo entrado en casa del fariseo, se sentó a la mesa. Entonces una mujer de
la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba a la mesa en casa del
fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume; y estando detrás de él a sus
pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus pies, y los enjugaba con sus
cabellos; y besaba sus pies, y los ungía con el perfume.” Lucas 7:36-38
“Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es
el reino de los cielos.” Mateo 5:3
A menudo pensamos que, las personas que sirven en un templo,
que son siervos del Señor o que dedican su tiempo a estudiar la Palabra de
Dios, son aquellos que por su oficio o dedicación disfrutan más de las
bendiciones del Señor. Precisamente vemos en el relato bíblico de hoy cómo
Jesús estaba en la casa de un fariseo, una persona apegada a la Ley de Moisés,
pues este le había rogado que comiese con Él; sin embargo, mientras Él estaba
sentado a la mesa, dice la Palabra que, vino una mujer que era pecadora y
estando detrás de Jesús a sus pies, llorando, comenzó a regar con lágrimas sus
pies, a enjugarlos con sus cabellos, a besarlos y a ungirlos con un perfume.
¿Cuál de los dos crees que recibió más bendición?
Para sorpresa de todos los que estaban presentes y aun de
muchos de nosotros hoy en día, el Señor a través de una ilustración explica
cómo es que el reino de los cielos es de aquellos humildes, contritos y
humillados. Muchas veces al igual que Simón el fariseo, pensamos que nuestra
deuda con el Señor, es decir, nuestro pecado es poco, comparado con el de
otros, y entonces eso nos lleva a poco amor hacia Jesús, en el caso de Simón,
nos cuenta la Biblia que, no tuvo el más mínimo acto de cortesía o atención con
el Señor cuando él entró en su casa; en cambio, esta mujer reconociendo que era
pecadora y no merecedora de la gracia del Señor, al ver a Jesús, por fe se
acercó y le amó; con todo lo que era y lo que tenía le sirvió y le adoró (Lucas
7:39-50).
Por supuesto, quien recibió y disfrutó de toda la gracia y el
amor del Señor fue la humilde mujer, pues todos sus pecados fueron perdonados y
en paz la despidió el Señor.
Conocer este hecho ocurrido, nos permite entender que la
bendición de Dios no es para aquel que pueda parecer merecedor o digno de
recibirla por sus actos, sino que, es para todos por igual y que la única
manera de disfrutarla es acercándonos al Señor por medio de la fe y en una
completa actitud de humildad y adoración.
Oración.
«Padre Celestial, haz de mí esa persona contrita y humillada
que por fe se acerque cada día a tus pies, reconociendo mi gran necesidad de ti
y agradeciendo tu gracia y amor que me conceden toda bendición, por Jesucristo,
mi Señor y Salvador, amén.